miércoles, 3 de diciembre de 2008

El Tiempo


“¿Te acuerdas de cuando el tiempo duraba?” – me dijo.

Me giré perpleja hacia mi compañero de trabajo. Nos dirigíamos presurosos desde el aparcamiento hacia la oficina, una gélida mañana de diciembre. El descampado cercano aparecía moteado de cristales de hielo. Y de repente, aquella pregunta.

“Me refiero a cuando los días eran largos y nos daba tiempo a hacer de todo: ir al colegio, jugar, recorrer el vecindario de cabo a rabo, explorar casas abandonadas…Hoy día, entramos a trabajar cuando aún es de noche y salimos cuando ya es de noche y apenas me da tiempo a ver a mi hijo que ya empieza a reclamarme con su lengua de trapo. Y en Navidad aún peor: prisas y agobios, multitud de cenas, de compromisos, de salidas para ir a comprar de todo y para todos”. Es cierto, pensé.

Recuerdo especialmente el día de Nochebuena, cuando los niños del barrio martirizábamos a los vecinos pidiendo el aguinaldo. Casa tras casa cantábamos la misma canción, cada uno a su manera y con su letra, sin orden ni concierto, supliendo con nuestros divertidos desatinos la falta de armonía musical. Y nos llenaban nuestras cestitas con trozos de turrón, polvorones, mazapanes e incluso, ¡oh, qué lujo!, alguna que otra moneda. Y al llegar a casa y hacer el recuento, me pasaba horas y horas pensando qué compraría con semejante capital. Se me ocurrían tantas cosas, y tan inalcanzables, que al final siempre acababa guardando las monedas en una pequeña hucha-televisor cuya tapa había sido trampeada miles de veces, hasta que decidiera en qué invertiría mis pesetas.

Ahora ya sé para qué servirían. Si encontrara ahora mi hucha, le daría el aguinaldo a mi amigo para que comprara ese tiempo que su hijo le reclama.

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