viernes, 21 de diciembre de 2012

Artabán, el cuarto Rey Mago

Cuenta una leyenda que fueron cuatro y no tres los Reyes Magos de Oriente. En un principio partieron juntos, siguiendo a la estrella de oriente, para adorar al niño Jesús, Pero el cuarto rey, que llevaba vino y aceite como presente, se vio sorprendido por un imprevisto.

Tras varios días de camino, los cuatro reyes se internaron en el desierto. Una noche les pilló de sopetón una tormenta. Todos los reyes se resguardaron bajo amplios mantos tras sus camellos, pero el cuarto rey, al que todos conocían como Artabán y que solo contaba con un burro, buscó resguardo en la cabaña de un pastor.

A la mañana siguiente, ya pasada la tormenta, esta había desperdigado todas las ovejas del pobre pastor quien no tenía forma de volver a reunirlas. Ante esta situación, Artabán se encontraba ante un dilema: si ayudaba al pastor se retrasaría de la caravana y no conocía el camino. Pero, por otro lado, su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel pastor. Así que decidió quedarse a ayudarle.

Cuando terminó se dio cuenta de que los otros reyes ya estaban muy lejos y que no podría alcanzarles, pero continuó su viaje tratando de acelerar el paso para acortar las distancias. Cada vez que se acercaba a la caravana se encontraba con otro pobre que necesitaba de su ayuda. Mientras prestaba su ayuda, la estrella ya se había perdido y solo quedaban huellas medio borrosas de los otros reyes. Trató de seguirlas pero tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a otras personas.

Tras muchos años, ya muy anciano, llegó a Jerusalén y allí se encontró con Jesús al que le pidió perdón por no haber ido a adorarle cuando era un niño. Jesús lejos de estar enfadado, se alegró de haberle conocido por fin, ya que le habían hablado de las buenas acciones que había realizado.”


(Del blog: "Cuento a la vista")

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El Primer Lápiz

Erase una vez un lápiz que vivía en la oscuridad de la gaveta de un escritorio. Cada vez que la gaveta se abría sentía la emoción de salir y conocer el mundo exterior, pero la tristeza lo invadía al ver cómo nuevamente la gaveta se cerraba.
Un da escuchó las risas y gritos de un niño y las voces de todos en casa haciendo preparativos para algo que sonaba emocionante. La gaveta se abrió, alguien lo tomo en sus manos y lo guardó junto a muchos lápices de colores en una cartuchera. Estaba feliz pero no le pasaba lo mismo a sus nuevos compañeros.
Refunfuñaban y se quejaban de lo mala que sería su vida. Él no entendía a qué se referían y los demás terminaron por creerlo un loco. Volvió a ver la luz al día siguiente. Un niño lo tomó torpemente en sus manitas y afiló su punta, lo cual le dolió un poco, pero bien valdría la pena.
El niño empezó a realizar trazos torpes en una hoja de papel y el lápiz sufría pues esto lastimaba su punta. Por si fuera poco su sombrerito de borrador se estaba deformando. Al entrar a la lapicera los demás lápices, aunque algo magullados, empezaron a burlarse del lápiz de escribir. Él les respondió que estaba algo adolorido pero se sentía contento pues el niño empezaba a escribir sus primeras letras y él lo acompañaba en esta aventura. Eso lo hacía sentirse muy especial.
Los días pasaron y el lápiz ya no era el de antes. Su sombrerito de borrador ya no estaba y tenía su cuerpecito mordido, pero seguía adelante pues tenía la certeza de que estaba a punto de presenciar algo maravilloso y el sería parte importante de ese acontecimiento. Un día ya muy pequeño y casi sin fuerzas por fin vio cumplido su sueño, junto al niño escribió la primera palabra: MAMÁ. Al llegar a casa el niño mostró emocionado su proeza y todos celebraron.
La madre del niño tomó con cariño aquel pequeño y maltratado lápiz. Lo puso en una cajita con algodones y lo guardó, era el primer lápiz con él su hijo escribió la primera palabra. Al fin descansó feliz pues, aunque había sufrido un poco, logró cumplir con su propósito. Muchos lápices llegaron a la lapicera del niño, muchos fueron y vinieron, pero ninguno fue tan especial como el primer lápiz.
 
(Mercedes Serrano Vargas)

¿A qué sabe la Luna?

Hacía mucho tiempo que los animales deseaban averiguar a qué sabía la luna. ¿Sería dulce o salada?
Tan sólo querían probar un pedacito. Por las noches, miraban ansiosos hacia el cielo.
Se estiraban e intentaban cogerla, alargando el cuello, las piernas y los brazos.
Pero todo fue en vano, y ni el animal más grande pudo alcanzarla.
Un buen día, la pequeña tortuga decidió subir a la montaña más alta para poder tocar la luna. Desde allí arriba, la luna estaba más cerca; pero la tortuga no podía tocarla.
Entonces, llamó al elefante.
― Si te subes a mi espalda, tal vez lleguemos a la luna.
Esta pensó que se trataba de un juego y, a medida que el elefante se acercaba, ella se alejaba un poco. Como el elefante no pudo tocar la luna, llamó a la jirafa.
― Si te subes a mi espalda, a lo mejor la alcanzamos.
Pero al ver a la jirafa, la luna se distancio un poco más. La jirafa estiró y estiró el cuello cuanto pudo, pero no sirvió de nada. Y llamó a la cebra.
― Si te subes a mi espalda, es probable que nos acerquemos más a ella.
La luna empezaba a divertirse con aquel juego, y se alejó otro poquito. La cebra se esforzó mucho, mucho, pero tampoco pudo tocar la luna.
Y llamó al león.
― Si te subes a mi espalda, quizá podamos alcanzarla. Pero cuando la luna vio al león, volvió a subir algo más.
Tampoco esta vez lograron tocar la luna, y llamaron al zorro.
― Verás cómo lo conseguimos si te subes a mi espalda ― dijo el león.
Al avistar al zorro, la luna se alejó de nuevo. Ahora solo faltaba un poquito de nada para tocar la luna, pero esta se desvanecía más y más. Y el zorro llamó al mono.
― Seguro que esta vez lo logramos. ¡Anda, súbete a mi espalda!
La luna vio al mono y retrocedió. El mono ya podría oler la luna, pero de tocarla, ¡ni hablar! Y llamó al ratón.
― Súbete a mi espalda y tocaremos la luna.
Esta vio al ratón y pensó: ― Seguro que un animal tan pequeño no podrá cogerme.
Y como empezaba a aburrirse con aquel juego, la luna se quedó justo donde estaba.
Entonces, el ratón subió por encima de la tortuga, del elefante, de la jirafa, de la cebra, del león, del zorro, del mono y… …de un mordisco, arrancó un trozo pequeño de luna.
Lo saboreó complacido y después fue dando un pedacito al mono, al zorro, al león, a la cebra, a la jirafa, al elefante y a la tortuga. Y la luna les supo exactamente a aquello que más le gustaba a cada uno.
Aquella noche, los animales durmieron muy muy juntos.
El pez, que lo había visto todo y no entendía nada, dijo:
― ¡Vaya, vaya! Tanto esfuerzo para llegar a esa luna que está en el cielo.
¿Acaso no verán que aquí, en el agua, hay otra más cerca?
 
(Michael Grejniec)

El Rey y el Halcón

Genghis Khan fue un gran rey y un gran guerrero. Condujo a su ejército hasta China y Persia y conquistó numerosas tierras.
En todos los países la gente hablaba de sus grandes hazañas y decían que, desde Alejandro el Grande, no había habido otro rey como él. Una mañana en la que se encontraba en su casa después de volver de la batalla, cabalgó hasta el bosque para cazar.
Le acompañaban muchos de sus amigos. Cabalgaron alegremente con sus arcos y flechas. Les seguían los sirvientes con los perros. Formaban una partida de caza tan alegre que el bosque se llenó de sus gritos y sus risas. Y esperaban continuar con sus bromas al llegar a su casa al anochecer.
Posado en su muñeca el rey transportaba a su halcón favorito, ya que en esos tiempos los halcones eran entrenados para cazar. Cuando su dueño se lo ordenaba, alzaban el vuelo y oteaban a su alrededor en busca de una presa. Si tenían la suerte de ver un ciervo o un conejo, se precipitaban sobre ellos, veloces como una flecha.
Genghis Khan y sus cazadores cabalgaron por el bosque todo el día, pero no encontraron tantas presas como habían esperado. Al caer la larde, se dirigieron a su casa. El rey había cabalgado a menudo por el bosque y conocía todos sus senderos. Así que, mientras los demás cazadores volvían a casa por el camino más corto, el se internó por una senda que atravesaba un valle entre dos montañas. Había sido un día caluroso y el rey estaba sediento.
Su halcón amaestrado había abandonado su muñeca y alzado el vuelo. El ave sabía con certeza que encontraría el camino de regreso. El rey cabalgó pausadamente.
Recordaba haber visto un riachuelo cerca de ese camino. ¡Si pudiera encontrarlo! Pero el calor del verano había secado todos los arroyos de las montañas. Por fin, para su contento, vio un hilillo de agua que se deslizaba por la hendidura de una roca y dedujo que un poco más arriba habría un manantial.
Siempre, en la estación húmeda, un potente chorro de agua brotaba de aquella fuente, pero ahora el fresco líquido sólo caía gota a gota. El rey echó pie a tierra, cogió un pequeño vaso de plata que llevaba en su zurrón de cazador y lo acercó a la roca para recoger las gotas de agua.
Tardó mucho tiempo en llenar el vaso. Tenía tanta sed que apenas podía esperar. Cuando el vaso estuvo casi lleno, el rey se lo llevó a los labios y se dispuso a beber.
De repente, un zumbido cruzó el aire y el vaso cayó de sus manos. El agua se derramó por el suelo. El rey levantó la vista para ver quién había provocado el accidente y descubrió que había sido su halcón. El pájaro pasó volando unas cuantas veces y finalmente se quedó posado en las rocas cerca del manantial.
El rey recogió el vaso y volvió a llenarlo. Esta vez no esperó tanto. Cuando el vaso estaba a la mitad, se lo llevó a los labios. Pero antes de que pudiera beber, el halcón se lanzó hacia él e hizo caer de nuevo el recipiente.
El rey se puso furioso. Volvió a repetir la operación, pero, por tercera vez, el halcón le impidió beber. Ahora el rey estaba verdaderamente enfadado.
—¿Cómo te atreves a comportarte así? —gritó—. Si te tuviera en mis manos, te rompería el cuello.
Y volvió a llenar el vaso. Pero antes de beber desenfundó su espada.
—Ahora, señor halcón —dijo—, no volverás a jugármela. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el halcón se dejó caer en picado y derramó el agua otra vez. Pero el rey le estaba esperando. Con un rápido mandoble, alcanzó al halcón. El pobre animal cayó mortalmente herido a los pies de su amo.
—Esto es lo que has conseguido con tus bromas —dijo Genghis Khan. Al buscar el vaso, vio que éste había rodado entre dos rocas donde no podría cogerlo.
—Tendré que beber directamente de la fuente murmuró. Entonces se encaramó al lugar de donde procedía el agua. No era fácil, y cuanto más subía, más sediento estaba.
Por fin alcanzó el lugar. Encontró, en efecto, un charco de agua. Pero allí, justo en medio, yacía muerta una enorme serpiente de las más venenosas. El rey se paró en seco y olvidó la sed. Sólo podía pensar en el pobre halcón muerto tendido en el suelo.
—El halcón me ha salvado la vida —exclamó—, ¿y cómo se lo he pagado? Era mi mejor amigo y le he dado muerte. Descendió del talud, cogió al pájaro con suavidad y lo puso en su zurrón de cazador.
Entonces montó en su corcel y cabalgó velozmente hacia su casa. Y se dijo a sí mismo:
—Hoy he aprendido una triste lección: nunca hagas nada cuando estés furioso.

(El rey y el halcón Adaptación de James Baldwin William J. Bennett)

La historia de Latiff

Latiff era el mendigo más pobre de la aldea. Cada noche dormía en zaguán de una casa distinta, frente a la plaza del pueblo. Cada día tenía un breve descanso bajo un árbol distinto, con mano extendida y perdido en sus pensamientos.
Cada noche comía de las limosnas o las migajas que alguna persona caritativa le traía. Sin embargo, a pesar de su aspecto y la manera en que pasaba sus días, Latiff era considerado por todos como el hombre más sabio del pueblo, no tanto por su inteligencia, sino por lo que había vivido.
Una soleada mañana el rey apareció en la plaza, rodeado por sus guardias, caminando entre los frutos sin buscar nada en especial. Riendo ante los mercaderes y compradores, el rey y su séquito tropezaron con Latiff, quien dormitaba a la sombra de un roble. Alguien le dijo al rey que estaba frente al más pobre de sus súbditos, pero también ante uno de los hombres más respetados debido a su conocimiento.
El rey, divertido, se acercó al mendigo y le dijo: “Si puedes contestar mi pregunta, te dare esta moneda de oro”. Latiff la miró y casi con desprecio le contestó: “Usted puede quedarse con su moneda, ¿qué haría con ella de todas maneras? ¿Cuál es su pregunta?”
El rey se sintió desafiado por la respuesta y en vez de una pregunta banal, le hizo una que le estaba molestando por días y que no podía resolver; un problema de bienes y recursos que los analistas no habían podido solucionarle. La respuesta de Latiff fue sabia y creativa. El rey se sorprendió; dejó la moneda a los pies del mendigo y continuó con su camino al mercado, reflexionando sobre lo ocurrido.
Al día siguiente regresó directamente a donde descansaba Latiff; esta vez bajo un olivo. Otra vez el rey le planteó una pregunta y nuevamente Latiff la contestó rápida y sabiamente. El rey volvió a sorprenderse ante tanta inteligencia. En un acto de humildad, se sacó sus sandalias y se sentó enfrente de Latiff.
“Latiff, te necesito”, dijo el rey. “Estoy abrumado por las decisiones que un rey tiene que tomar. No quiero lastimar a mi pueblo y tampoco quiero ser un rey malo. Te pido que vengas al palacio y seas mi consejero. No temas; te prometo que serás respetado y que podrás irte cuando quieras… por favor”.
Ya sea por compasión, por servir o por la sorpresa, Latiff, tras pensarlo un poco, aceptó la propuesta del rey. Esa misma noche Latiff llegó al palacio donde inmediatamente le asignaron un lujoso cuarto. El cuarto estaba cerca al del rey y tenía una tina llena de esencias y agua tibia esperándole.
Durante las siguientes semanas las consultas con el rey se tornaron habituales. Cada día en la mañana y en la tarde, el monarca consultaba a su nuevo consejero sobre problemas de su reino, de su propia vida o de sus dudas espirituales.
Latiff siempre contestaba con claridad y precisión y se convirtió en el vocero favorito del rey. Tres meses tras su arribo, no había decisión que el monarca tomase sin consultar primero a su apreciado consejero. Obviamente esto desató el celo del resto de los consejeros. Veían en el mendigo una amenaza a su propia influencia.
Un día, todos los consejeros pidieron una audiencia privada con el rey. Muy cautelosos y con gravedad le dijeron: “Su amigo Latiff está conspirando para destronarlo a Ud.” El rey dijo: “No puedo creerlo”.
“Puede confirmarlo con sus propios ojos”, le dijeron. “Cada tarde, como a las cinco, Latiff se escabulle del palacio hacia el ala izquierda y entra en un cuarto oscuro. Se reúne con alguien en secreto, aunque no sabemos con quién. Le hemos preguntado dónde va todas esas tardes pero nos da respuestas evasivas. Su actitud nos alertó con respecto a la conspiración”.
El rey se sintió defraudado y lastimado. Tenía que confirmar este informe. Esa tarde como a las cinco, esperó a Latiff bajo las escaleras. Vio a Latiff llegar a la puerta y mirar a su alrededor, con una llave colgando de su cuello. Abrió la puerta de Madera y se escabulló secretamente en la habitación. “¿Lo vio?” los otros consejeros le gritaron. “¿Lo vio?”
Seguido por su guardia personal, el monarca tocó a la puerta. “¿Quién es?” preguntó Latiff desde dentro. “Soy el rey”, contestó, “ábreme la puerta”.
Latiff abrió la puerta. No había nadie dentro, excepto Latiff. No había otras puertas o ventanas, no había accesos secretos o moblaje alguno en que alguien pudiese ocultarse.
Dentro de la habitación solo había una plato desgastado de madera; en una esquina, un bastón y en el centro del cuarto, una tunica raída colgando de un gancho en el techo. “¿Estás conspirando contra mí, Ltiff?” preguntó el rey.
“¿Cómo podría, su Majestad?” contestó Latiff. “De ninguna manera. ¿Por qué lo haría? Hace tan solo seis meses, cuando llegué, lo único que tenía era esta túnica, este plato y este bastón. Ahora me siento tan cómodo en la ropa que visto y con la cama en que duermo, me siento tan honrado por el respeto que me brinda y tan fascinado por el poder que me ha concedido… de estar cerca de Ud… que cada día vengo aquí para tocar esta vieja túnica para asegurarme que recuerde… quién soy y de dónde vengo.
Muy cierto. Nunca debemos olvidar quiénes somos y de dónde venimos. La vida da vueltas y bien pudiéramos regresar al mismo lugar.

(Jorge Bucay)

lunes, 17 de diciembre de 2012

El Secretario

Hubo una vez un secretario. Apareció un día de enero en el despacho, inesperada y sigilosamente, sin que nadie supiera de su procedencia, el por qué, ni quién le había contratado. Pero a pesar de ello, enseguida congenió con todos. Era imberbe, pelirrojo y se llamaba Melchor.
Llegaba muy temprano, casi de madrugada y era siempre el último en marchar, en medio de la oscuridad de la noche.
Sus habilidades con las cifras eran incontables. Era también muy rápido leyendo la correspondencia, ya fuera nacional o extranjera, respondiendo a todos los pedidos de forma inmediata y en la lengua del lugar. Enviaba a cada cual lo que le correspondía, sin equivocarse jamás en el destinatario. Diríase que conocía a los clientes como la palma de su propia mano y sabía como nadie el modo de satisfacerles y darles agrado.
Le gustaba escribir a mano; tanto, que mientras lo hacía dejaba que el salvapantallas su ordenador se llenara de barras de color púrpura y rosado que simulaban un escaneo. Según él, era un sistema para ayudar a buscar nuevas estrellas y vida en el Universo.
Muchas veces se anticipaba a las necesidades de los directivos, lo cuales, alegremente sorprendidos, celebraban la sabia elección a pesar de que nadie recordaba exactamente haberlo contratado.
Pasaron los meses y el volumen de trabajo atrasado fue menguando, tan rápidamente que todas las gestiones eran eficazmente realizadas al momento.
Al acercarse el mes de diciembre, y cumplido casi el año de su llegada, se dedicó afanosamente a hacer balance del año. Puso esmero en recalcular bien todas las cifras, ordenar toda la correspondencia enviada y recibida, comprobar que nada había quedado olvidado o dejado a merced del caprichoso azar.
Las ganancias del negocio habían aumentado lo suficiente para cubrir todas las deudas y generar beneficios que hicieron recuperar la sonrisa de trabajadores y empresarios. Aquellas fueron las mejores noticias de los últimos años. Era tanta la alegría, que entre todos decidieron hacer una fiesta sorpresa para darle las gracias.
Pero ese día, como jamás había sucedido antes, Melchor llegaba tarde. Esperaron un buen rato, y finalmente, ante la extrañeza por lo largo de su tardanza, decidieron entrar en su despacho. Allí encontraron lo de siempre: su mesa de abedul con carpetas y papeles bien ordenados, el tablón de corcho con sus fotos, recortes y notas, y aquel rollo de papel de regalo apoyado en una esquina de la pared. Pero el armario de sobremesa con llave, allí donde siempre exponía figuritas y pequeños juguetes, estaba abierto y su interior estaba completamente vacío. Sólo quedaban unos rastros de color dorado y, extrañamente, olía a incienso y mirra. Así que quedaron todos sorprendidos sin comprender muy bien lo sucedido. Pero antes de salir del despacho, alguien se percató de que las luces del ordenador estaban todavía encendidas.
_ Pobre Melchor… Debió trabajar hasta muy tarde y hoy debe haberse quedado dormido- comentó Isabel mientras se acercaba a su mesa para apagar el aparato.
_Menos mal que tenía el sistema de escaneo…Por lo menos durante la noche su ordenador fue útil para buscar en el firmamento- añadió su amigo Carlos.
Y como quien no quiere la cosa, activaron la pantalla para ver una vez más bailotear aquellas barras púrpuras y rosas antes de cerrarla. Pero esta vez, el sistema estaba inusualmente quieto y en el centro de la pantalla un mensaje anunciaba un hallazgo, las coordenadas de un destino.
Y justamente en aquel lugar, en las dependencias de un castillo coronando el lomo de una montaña verde, también en un 6 de enero, apareció inesperada y sigilosamente un secretario, sin que nadie supiera de su procedencia, el por qué, ni quién le había contratado. Era imberbe, pelirrojo y se llamaba Melchor.
Fin

Dedicatoria
Basado en la verdadera historia de un secretario algo imberbe, pelirrojo que tiene nombre de personaje real simbolizando a los tres Reyes Magos. Gracias a él y a todo su equipo, que hacen sus veces de fieles pajes y asistentes reales, nuestro trabajo es más llevadero. ¡GRACIAS!, con mayúsculas y signos de admiración.
Las barras púrpuras y rosas del salvapantallas del ordenador de Melchor realmente existen y buscan estrellas. Espero que gracias a ellas un día tengamos la suerte de encontrar un mensaje anunciando un hallazgo que rompa el silencio del Universo.

El mundo da muchas vueltas

En un reino muy lejano, llamado el País de la Alegría, vivía un hombre muy rico y muy avaro llamado Jeremías, quién desde hacía un tiempo buscaba un empleado para que le ayudara en su granja.
El rumor se había difundido y pronto la fila de hombres en espera de una oportunidad laboral era interminable, pero como lo último que se pierde es la esperanza, nuestro amigo José Antonio se dispuso a ser parte de ella. La fama del dueño de esta granja era muy nombrada; por lo que muchos temían trabajar para él, aun así se encontraban allí, porque la pobreza azotaba este reino y las oportunidades escaseaban.
Muchos jóvenes entraron y se entrevistaron con Don Jeremías, solo uno, tuvo la paciencia y el buen humor de soportarlo todo. Al siguiente día empezó a trabajar en la granja, a pesar de no tener el mejor sueldo, ni el mejor trato, José Antonio, era un hombre muy ahorrativo y visionario, que no se dejaba vencer por cualquier obstáculo. Todo esto ayudó para que su patrón le confiara muchos secretos, que le proporcionarían muchos beneficios más adelante.
El joven supo emplear muy bien los conocimientos adquiridos y contaba con el aprecio de todos los clientes de las verdulerías, que sabían lo buen empleado, lo honesto, amable y generoso que era, todos querían comprarle las frutas y verduras que él vendía. Lo mismo no opinaban de nuestro granjero y Dueño, quien tenía un genio terrible y quien además era muy tacaño y mala persona, pues él no les permitía llevar ni un tomate a casa, ni siquiera porque ellos le ayudaban a sembrarlos.
Esta tierra era muy prospera, pero a don Jeremías no le importaban los demás, solo pensaba en su propio bienestar, si las personas a su alrededor no tenían buena comida o buen vestido a él no le preocupaba, nunca valoraba a sus empleados, ni valoraba su trabajo.
Pasado algún tiempo, debido a algunos malos negocios y a su necedad, el Granjero millonario se quedó en la ruina. Ya no podría presumir de sus riquezas, ni ser el hombre prepotente que daba órdenes, ahora tendría que hacer lo que nunca se imaginó, que tendría que hacer…Pedir trabajo.
Después de ser el amo y señor, tendría que hacer la fila como cualquier persona, las burlas y las miradas con desprecio no se hicieron esperar, él se sintió humillado y despreciado y recordó cuanto mal había hecho, por lo que elevó su mirada al cielo y le pidió perdón a Dios, por lo mal patrón y mala persona que había sido.
A pesar de todo el nuevo dueño de esta Granja le dio la oportunidad de trabajar y generosamente le brindo comida y techo, para que pasase la noche en este lugar. El asombro de Don Jeremías fue grande, cuando descubrió que su antiguo empleado José Antonio ahora tenía muchas tierras, incluyendo la granja que un día había sido de él.
Y como la naturaleza es sabia no olvidemos que: -“Cuando un oso hormiguero está vivo se come a las hormigas, pero cuando este muere, son las hormigas las que se lo comen a él”.
El mundo da muchas vueltas, por eso no tenemos que menospreciar a nadie, ni subestimar a los demás, pues nunca sabremos cuando necesitaremos de ellos.
 
(Bibiana Emilia Posso)

La princesa Laca

En un lejano reino de Oriente, así llamaban a la hija de U Tin, un humilde artesano. Le pusieron este nombre porque no existía nadie más hábil que ella lacando todo tipo de objetos.
Todo lo que la joven grababa sobre las bandejas, los tiestos, las tazas y las cajas que fabricaba su padre parecían cobrar vida en sus manos.
Un rey orgulloso reinaba sin oposición en el país. Se había autoproclamado “Más brillante que el sol”. Nada de lo que pasaba en su reino se le escapaba, y así, la fama de la Princesa Laca llegó hasta él.
Hizo llamar a uno de sus ministros y le dijo:
—Ve y mira si esta presunta princesa es tan diestra como se dice. Si es así, págale para que ponga su talento a mi único servicio. El ministro recibió una bolsa llena de dinero y se puso rápidamente en marcha.
Cabalgó durante una jornada entera sobre su caballo. Más allá del curso del río llegó por fin al pueblo donde vivía U Tin con su hija, y enseguida encontró el camino hacia su taller. El ministro pidió para ver el trabajo de la Princesa Laca, y éste le pareció admirable.
—A partir de ahora servirás únicamente a nuestro resplandeciente soberano.
U Tin se interpuso tímidamente:
—Señor, mi hija no podrá jamás contentar el gusto refinado de un personaje tan poderoso. Los lacados que hacemos están destinados a la gente humilde, a los campesinos, a los pescadores…
A su vez, la Princesa Laca añadió:
—Se dice que nuestro rey ama los objetos cubiertos de hojas de oro y de piedras preciosas. Necesitaremos que nos dé con qué comprar todo esto a fin de que nuestros lacados sean de su agrado.
El ministro arqueó el entrecejo:
—¿Me estáis pidiendo dinero? ¿Quién os ha hablado de dinero? ¡Espabilad y haced maravillas! Yo regresaré a recoger vuestro trabajo.
Salió del taller, saltó sobre su caballo y partió al galope. Sonreía muy contento: la bolsa seguía estando en su bolsillo, y allí se quedaría.
Para intentar, a pesar de todo, satisfacer al rey, U Tin se adentró en un bosque espeso donde crecían grandes y bellos árboles de la mejor de las resinas, la que le permitía obtener el color más buscado: un negro profundo y perfecto.
Entonces, con esa laca, la Princesa amasó y modeló una pasta tan oscura y lisa como el ala de un cuervo. No mostraba sus obras a nadie. Cuando la joven acababa una pieza, la guardaba en la bodega, a resguardo del sol y de las miradas indiscretas. Ni siquiera U Tin penetraba en ese lugar.
Pasaron tres meses, y el ministro regresó para tomar posesión de los objetos destinados al rey. La Princesa Laca los había colocado dentro de grandes cestos cuidadosamente cerrados. El ministro los hizo cargar sobre una carreta que regresó a la capital bien escoltada.
“Más brillante que el sol” tomó con impaciencia una pieza lacada al abrirse el primer cesto. Gritó sorprendido:
—¿Cómo? ¿Cómo se ha atrevido?
Se inclinó sobre las otras piezas para examinarlas. Las escenas grabadas por la Princesa Laca tenían todas el mismo motivo: el sufrimiento del pueblo de Birmania, aplastado bajo la ley de un tirano. El rey se enfureció terriblemente. Su ministro sintió un sudoso recorrerle la espalda: si era juzgado responsable de la ofensa, rodaría su cabeza. “Más brillante que el sol” dijo con voz amenazadora:
—¡Llévame hasta esta insolente! ¡Debe ser castigada allí mismo!
Unos instantes más tarde, el rey se sentó en su carro flamígero y decenas y decenas de hombres armados lo acompañaban. El ministro abría el camino a toda prisa: el miedo le daba alas. Los soldados entraron en el taller de U Tin. Arrastraron al exterior al viejo y a su hija, y los arrojaron a los pies del rey.
“Mías brillante que el sol” se inclinó hacia la Princesa Laca, y le resopló en la cara:
—¡Tus imágenes no son más que mentiras! —Majestad, no hay nada en esas piezas lacadas que no haya visto yo con mis propios ojos.
—¡Pues bien! ¡Que le arranquen los ojos! —ordenó el rey.
—¡Perdonad a mi hija! —imploró U Tin —. Soy yo quien debe ser castigado.
Los vecinos se habían reunido en masa alrededor del taller. “Más brillante que el sol” dijo con voz potente, a fin de ser escuchado:
—¡Es cierto! Este viejo también es culpable. Será expulsado de mi reino. En cuanto a su hija, que ha osado usurpar el título de Princesa, le indulto los ojos… pero éstos nunca más volverán a ver la luz.
El rey abandonó el lugar. Algunos soldados permanecieron allí a fin de construir una prisión que no tardó mucho en alzarse en el centro mismo del pueblo. No tenía puerta. Se dejó tan sólo una minúscula trampilla para poder introducir comida y agua, pero esa trampilla estaba hecha de tal manera que no permitía que la luz del día penetrara en su interior.
Los soldados dejaron una brecha abierta en uno de los muros, través de la cual empujaron a su prisionera, y la cerraron después con ladrillos y mortero.
La Princesa Laca se encontró de pronto sumida en una completa oscuridad. Arañó durante un buen rato las paredes con sus uñas, hasta hundirse en el llanto.
Había sido apartada del mundo de los vivos. Un hilo de aire secó las lágrimas de la Princesa Laca: cerca de su cara había una grieta. No se filtraba ninguna luz, pero sí débiles ecos procedentes del exterior: risas de niños, una canción de campesinos, la llamada de los barqueros…
Si la Princesa Laca podía escuchar a la gente del pueblo, sin duda ellos, a su vez, podrían oír sus palabras. Se acercó cuanto pudo a la grieta y empezó a hablar. Aquello que se le impedía mostrar en sus lacados, lo atestiguaría su voz. A partir de ese momento, no hubo más día ni noche para la Princesa Laca.
En la prisión, olvidó el transcurrir del tiempo mientras contaba sin descanso lo que sus ojos habían visto. No tenía ni hambre ni sed, tenía la impresión de volverse cada vez más ligera a cada palabra que pronunciaba. Cuando la Princesa Laca se sintió, por fin, tan ligera como un leve aliento, como un suspiro, supo que ningún muro podría retenerla más. Que por fin seria libre.
“Más brillante que el sol” no había salido más de su palacio desde que había hecho encerrar en prisión a la Princesa Laca. Temía una revuelta de su pueblo. Dentro de sus aposentos reales, ya no se sentía seguro. Desconfiaba de sus soldados, de sus ministros, y hasta de su propia familia.
En las horas sombrías de la noche, “Más brillante que el sol” recibía a innumerables espías, a los cuales pagaba, a fin de estar informado de todo cuanto sucedía.
Una tarde, uno de ellos le trajo un objeto idéntico a uno de los que la Princesa Laca había tenido el valor de enviar al palacio.
—¿Dónde lo has conseguido? ¡Habla!
—Majestad, estas piezas lacadas están por todas partes —le confesó el espía.
“Más brillante que el sol” hizo venir a su ministro.
—¿Por qué no has hecho nada para evitar esta nueva afrenta?
—Yo no sé nada, Majestad. —
¡Entonces tendré que ocuparme yo mismo de la falsa princesa!
El ministro se apresuró a acompañar a “Más brillante que el sol”.
—Tú no vienes —le dijo el rey
— Un hombre cuya cabeza va a rodar no puede serme útil.
En el pueblo, al borde del río, eran incontables los talleres. Los artesanos se afanaban en sus tareas, fabricaban bandejas, tiestos, tazas y cajas. En todos ellos se veían las mismas escenas que la Princesa Laca había representado. Había decenas, centenas millares; nunca nadie podría impedir que tantas piezas lacadas circularan por el reino.
—¿Cómo es posible? —gritó el rey— Han dejado escapar a la falsa princesa!
Se dirigió a la prisión. Ésta seguía en el mismo lugar en que había sido construida, y sin puerta alguna por donde salir. A grandes mazazos, hicieron un gran agujero en el muro de la prisión: no había rastro alguno de la Princesa Laca en su interior.
Cerca del lugar donde se encontraba la trampilla, “Más brillante que el sol” vio un gran número de tazas y cascos. Nadie parecía haber tocado el agua y la comida que contenían.
El rey se sintió enloquecer:
—¡No puede haberse escapado! … ¡Encontradla, soldados, encontradla! Mientras sus hombres registraban el pueblo, “Más brillante que el sol” entró en un taller. Aplastó con furia las piezas lacadas que allí se encontraban.
De repente, gritó salvajemente y saltó como si hubiesen clavado algo en un talón del pie: una cara se multiplicaba en cada uno de los pedazos esparcidos por el suelo.
Allí donde “Más brillante que el sol” posaba su mirada, se le aparecía la sonrisa de la Princesa Laca. Salió del taller y se puso a correr gesticulando e intentando escapar, pero aquella cara seguía multiplicándose a su vista: en las hojas de los árboles, en el polvo del camino, sobre el agua brillante de los helechos.
El tiempo es como un río: flui sin fin. ¿Cuántos días, semanas, meses, pasaron desde que la Princesa Laca desapareció? Se perdió la cuenta.
Los artesanos continúan trabajando tal y como la Princesa Laca les enseñó a hacerlo, y sobre los objetos que fabrican muestran siempre la vida del pueblo tal y como sus ojos pueden verla, con toda la verdad.
Ninguno de entre todos estos hombres y mujeres debe temer ya más la cólera del rey. Hace ya mucho tiempo que “Más brillante que el sol” se arrojó al río para escapar del rostro de la Princesa Laca, que lo atormentaba sin cesar.
El pueblo recuperó su aspecto habitual, ya no hay prisión alguna. Por todas partes se escuchan hoy las risas de los niños, el canto de los campesinos y la llamada de los barqueros.
En las noches de luna llena, se cuenta que, por el cielo estrellado, por encima de las pagodas doradas… una silueta luminosa se desliza como una nube: la Princesa Laca.

(Françoise Malaval)